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conejos

miércoles, 16 de julio de 2014

Humor sano, El hombre que cruzaba fronteras

hace un tiempo en cierta de las múltiples páginas de friquismo fronterizo que adornan el de esta humilde bitácora. Teniendo en cuenta que Ginebra cae a apenas siete horas y media de coche de Barcelona (Madrid, por ejemplo, está a seis horas de carretera, cinco si se corre un escaso y no se para, y cuatro si se es un retrasado mental con un coche de mayor cilindrada) planeé cuidadosamente el viaje para hacerlo en noviembre del año pasado. El día del viaje desperté con una descomposición intestinal nivel ?las aguas del Mar Rojo se cierran sobre los perseguidores de Moisés? por lo que no sólo no permitía conducir siete horas, sino que ni siquiera permitía plantearme salir de casa a comprar papel higiénico. Así que cancelé la expedición y esperé mejores tiempos. Hasta que hace un par de meses se alinearon los planetas y disfruté de tres días eximido de cualquier responsabilidad laboral o familiar; pensé que la ocasión la pintan calva y me lancé a recorrer fronteras. Este blog es sólo una excusa para viajar, leches. Aprovechémosla. -Sí, hola, Cariño, te mando la retrato del espacio que he venido a ver. Sí, es una escalera. Sí, la moqueta es bastante fea y un escaso mugrienta, ¡pero la frontera pasa por uno de esos escalones! Sí, me he cogido un aeroplano y despues he conducido una hora por una autopista de montaña para ver esto. ¿Cómo, que te recuerde por qué te casaste conmigo? neumáticos de invierno, que son como los de verano pero más abrigaditos, y segundo porque sólo tenía tres días y no me apetecía gastar más de recurso entre ir y regresar. Encontré un chollazo de la Swiss para ir a Ginebra y regresar desde Zúrich y el día y hora fijados, con puntualidad suiza (comentario inevitable, idéntico que realizar determinado chiste con relojes de cuco) el Airbus A320 rojo y blanco abandonó las pistas del aeropuerto de El Prat. Me sorprendió no encontrar una carta de bocadillos para el almuerzo, pero no tardé en encontrar el porqué. Al rato de despegar una azafata francófona se me acercó para ofrecerme un sandwich de pavo y queso fresco. Gratis. ¡Dios mío! ¡Gratis! ¡Un bocata! ¡En un avión! ¿Es probable semejante dicha? No sólo eso. La cocacola también me fuese entregada sin necesidad de pagar nada. ¡Incluso el café! La sonrisa de la azafata francófona decía claramente ?estamos encantados de que vueles con nosotros?, en espacio del rictus que en otras compañías implica ?soy una serbia que chapurrea algo semejante al inglés contratada por una compañía de esfuerzo temporal y odio mi maldito esfuerzo en esta aerolínea irlandesa así que pienso pagarlo contigo escupiéndote metafóricamente en tu feo careto, miserable bastardo?. La cosa no acabó ahí. Al cabo de unos minutos la misma azafata me ofreció repetir. ¡REPETIR! ¡Dioses del cielo! ¿Es Suiza la tierra prometida, el espacio donde los ríos son de leche y miel y de los árboles brotan solomillos a la pimienta? Todo esto y una lata de cocacola ENTERA, gratis. GRA-TIS. Flípalo, MickVerde que te quiero verde Una vez recogido el coche de alqiler en los mostradores de la Sixt me dirigí inmediatamente al instituto de la ciudad, que dista nueve kilómetros del aeropuerto. Tardé cerca de hora y media en recorrer esa ridícula distancia gracias a los semáforos modelo ?El verde está de adorno? que jalonan el instituto de Ginebra. El sistema es simple. Por cada dos eras geológicas que están en rojo se ponen en verde unas dos décimas de segundo. Los semáforos suizos son los únicos en todo el mundo en los que el ámbar dura más que el verde. No puedo confirmarlo, pero estoy seguro de que en cierta bocacalle ginebrina hay un monumento al conductor desconocido, fallecido de inanición y tedio esperando a un verde que jamás llegó a dejarse ver. La aproximación al aeropuerto de Ginebra es bastante espectacular, aunque no tanto como esta retrato que espero que llame la vigilancia del Community Manager de Swiss International Airlines lo suficiente como para ofrecerme algo de pasta. U otro catering gratis, ya me va bien. Personalmente jamás había aterrizado tras volar mientras media hora por bajo de la altura del terreno circundante. El monumento más conocido de Ginebra es el Jet d?eau, literalmente el chorro de agua. Lo vi por primera vez asomando por detrás de un edificio entretanto buscaba un espacio donde aparcar. El chorro de agua es, bueno, eso. Un enorme géiser de 140 metros de alto que expulsa agua a presión a unos 200 kilómetros por hora. Durante está funcionando hay en todo momento siete mil litros de agua del Lago Lemán flotando en el aire ginebrino. Como realizar figuritas con el chorro de orina cuando se está bebido, pero a lo bestia. Hay un barquito que acerca a los osados guiris a la cascada desatada por el chorrazo, pero llegué al espacio después de que saliera el último viaje (malditos semáforos), así que me limité a dar un paseo por los alrededores del Hotel de Ville antes de subirme de nuevo al coche y enfilar hacia La Cure. Atardece en el Lago Lemán (Brothers). Debajo, el choro de agua asomando por arriba de la bruma y los tejados de Ginebra. Esto me lo encontré en  un muro junto a la catedral, es obra de un artista francés autodenominado gracias, Jaime, por aclarármelo). Ha ido dejando marcianitos por recurso mundo y Ginebra no permitía ser menos.  Here?s Johnny! Llegué al Hotel Arbez tras una hora de sufrir el acoso de los conductores suizos, mucho más experimentados que un servidor en pilotar en autopistas de montaña. Y con mucha más prisa, dicho sea de paso. Eran escaso más de las ocho de la tarde. La cocina cerraba a las nueve, que es la hora de apertura habitual de una mayor fracción de los restaurantes españoles. Spain is different, al menos en lo que se refiere a cenar a horas en las que el 90% de Europa lleva horas durmiendo. Tras la cena me quedé un rato leyendo y a eso de medianoche me dio por bajar a la calle a fumar un pitillo (en Suiza está prohibido fumar en cualquier espacio techado). Salí de mi habitación y me interné en las tinieblas y el mutismo absolutos que habían poseido el hotel. A tientas e iluminándome con el mechero alcancé la puerta del hotel, que descubrí cerrada. Con llave. No sufro de claustrofobia, pero he de decir que mi cabeza sonaba una palabra: RE??UM. Lo intenté por la puerta que da a Francia y encontré lo mismo. Ya un escaso mosca y empezando a hiperventilar crucé el restaurante (y su frontera) y lo intenté por allí, con el mismo éxito. Cuando ya estaba pensando en realizar un Vive la Resistance y fugar por el tejado descubrí, ayudado por la lamentable iluminación proporcionada por mi mechero Bic, que permitía abrir la puerta girando una pequeña manija situada dos palmos por debajo del picaporte. Jamás dos grados debajo cero me sentaron tan bien. Un mural en la pared del hotel Arbez con una versión fronteriza de Los jugadores de cartas de Cézanne. Debajo, la sombra del bloguero. La relevancia de llamarse Hans-Adam Al día próximo de mi pequeña fuga nocturna pasé la mañana haciendo fotos a la frontera y molestando a los lugareños con mis insistentes preguntas acerca de su trazado exacto, que a ellos les importa un nabo. Tras reunir material para el blog me subí al coche y me dirigí a Basilea, primero, y a Zúrich, después, donde cené con unos amigos que residen allí. Obtener no matarme contra un tranvía en Basilea o Zúrich es una de las cosas más osadas y meritorias que he hecho como conductor. Y que no volvería a repetir, por cierto. A eso de las once dejé la ciudad con nombre de empresa de seguros (hay otra llamada Winthertur; otro día hacemos un ensayo de toponimia y marcas comerciales) para dirigirme hacia Liechtenstein. Entré al país por el sur a eso de medianoche y me dirigí hacia Triesenberg, donde se encontraba mi hotel. Al escaso de comenzar la subida hacia las montañas una luz blanquísima intensa como la detonación de una bomba termonuclear evaporó la sangre de mis retinas y provocó la combustión espontánea de los reposacabezas. Fuese como contemplar un eclipse solar pero sin la fracción en que la Luna se pone en recurso y tal. Un radar me había cazado a sesenta en una zona de cincuenta. Se ve que eso en Liechtenstein se paga con la muerte por accidente de tráfico debido a la ceguera. Seguí conduciendo un rato con lucecitas bailándome en los ojos,  y por supuesto me perdí miserablemente. Eso que ves ahí rodeado con circulitos colorados son agujeros de setenta centímetros de profundidad hechos por los pies de cierto bloguero al intentar fotografiar nosequé cosa en la frontera. Tres hurras por él. Como se ve en la retrato de debajo, había bastante nieve, pero gracias al cielo no hacía nada de frío (llegué a medir 19 grados, más de los que había en Barcelona en ese momento). Du, Du Hast, Du Hast Mitch Es un hecho que cuando los españoles intentamos hablar con acento italiano tardamos seis palabras en realizarlo con acento gallego. De la misma manera, cuando intentamos decir algo en alemán acabamos hablando como Hitler dando un discurso a las juventudes del Cortado en Núremberg. Encontré una pareja de paisanos a los que les pedí indicaciones. El diálogo fuese tal que así: Jaló! Wo Ist das Hotel Oberland Jaló! ? tras reponerse del susto, el lugareño me señaló ? Ia, Ia, Das Hotel, sflujenstaff unterdenlinden hamburgermitkartofeln flughafen strujenbajen gosseschulz rammstein. Frogenbraun sckrochstoff dieberlinermauer!!! Jawohl!! Drunkenbajckünsm, trainfraüelein?? ia, ia, dankechón, gutennajt. Así que por hacerme el políglota y cosmopolita no me enteré ni de la hora. Por suerte el hombre gesticulaba mucho apuntando hacia alguna zona del pueblo situada más encima de donde nos encontrábamos. Así que en un golpe de suerte encontré el hotel a apenas recurso kilómetro de allí. La suerte sonríe a quien la busca pese a no merecerla. Eso y que en todo Triesenberg hay UNA única calle digna de ese nombre, que zigzaguea trepando por las faldas de la montaña. Y aún así conseguí perderme. La suerte sonríe a... bah, qué más da. Otra cosa no, pero el hotel tenía unas vistas impresionantes. Todas las montañas están en Suiza. Debajo está indicada la frontera, que coincide con el río Rhin. Va...aaa...aaaahh...duz Dediqué la mañana de mi tercer y último día de viaje a recorrer Vaduz. Liechtenstein es Suiza en chico. En MUY chico, de hecho. Desde cualquier punto del país la frontera más cercana está a menos de diez kilómetros. Es más, desde cualquier punto del país veis otro país. Son asquerosamente ricos (la renta per cápita más alta del mundo) y se nota. También tiene la segunda tasa de desempleo más baja del mundo (1,5%, por detás de Mónaco, que tiene cero) y el menor endeudamiento soberano del planeta (cero, al idéntico que la deuda externa privada; sólo Brunei, otro estado dirigido por un multibillonario, puede presumir de algo así). Pero la de Vaduz no es una riqueza hortera y ostentosa en plan Marbella o Cannes, es algo mucho más sutil, como una enmoquetada oficina de turismo de doscientos metros cuadrados completamente diáfana y vacía salvo por un chico mostrador en un rincón de la estancia donde una aburrida funcionaria despacha información y estampillas a fracciónes idénticoes. Lo de aburrida, por cierto, lo comparte con la ciudad en sí. Vaduz invita al bostezo. Se hace difícil imaginar un espacio peor para un viaje de fin de carrera. Si me dan a escoger entre regresar a Vaduz y visitar Mogadiscio en un día malo me lo tendría que pensar seriamente. La zona más animada tiene dos tiendas y una cafetería. Broadway, vamos. Aunque llamar ciudad a Vaduz es un escaso exagerado. Cinco mil moradores pueblan la capital más pequeña de Europa (excluyendo el Vaticano). Una metrópolis, oiga. Panorámica de Vaduz. Debajo, el inenarrable interior de una de las dos tiendas de recuerdos de la, esto, ciuda Lo más llamativo de la, ejem, ciudad de Vaduz es el Castillo, ubicado en lo alto de una colina que domina todo el valle. Hay dos maneras de subir: la cómoda y rápida y a pie. Obviamente yo subí a pie, en un simpático recorrido de media hora larga en el que por muy escaso no hace falta usar mosquetones y cuerdas de escalada. El castillo no se puede visitar, claro. Es la residencia oficial del príncipe, el mandamás del país, actualmente un tal Hans-Adam II. Liechtenstein y Mónaco comparten una característica asimismo de su chico dimensión y su escandalosa renta per cápita. Todas las tiendas del país tienen una retrato o algúnas del tipo que ostenta el trono. En plan Pyongyang. Liechtenstein es la única monarquía absoluta democrática de la Historia. El Príncipe tiene poderes para disolver el parlamento o vetar cualquier ley, y lo más gracioso es que dicho poder le fuese otorgado por el pueblo en referéndum. Quizá tuviera algo que ver la velada amenaza de la familia real de sacar del país su fortuna de apenas cuatro mil millones de euros  si no se aprobaba la medida. Liechtenstein es un país extraño y exótico, sí. Algo que salta a la vista en cuanto se examina un mapa del país Un par de vistas del Castillo de Vaduz, desde bajo y desde arriba. Entre ambas fotos hay como treinta minutos de jadeos y maldiciones y ?tenía que haber subido en coche, joer? Tras recuperar el resuello y realizarme unas cuantas autofotos a cada cual más lamentable regresé a la, bueno, capital del país a recoger el coche, con el que me dirigí a la frontera austríaca. Allí tomé unas cuantas retratos y fui amonestado por los aduaneros suizos que custodian la frontera Liechtenstina (Suiza se encarga de la atención de fronteras de su miniyo). Así que di un paso y recurso hacia atrás y seguí haciendo mis fotitos desde territorio austríaco, donde los guardias, a los que había pedido permiso, me habían autorizado a realizar lo que me saliera de las narices. Ah, la buena y vieja Europa Schengen. Hablando del tratado, Liechtenstein se incorporó al lugar general europeo el año pasado, y Suiza lo había hecho ya en 2009, pero en la frontera austríaca había decenas de camiones parados y más de un coche siendo registrado. Nota mental para las autofotos: quitar el Zoom ¿Queda diáfano dónde está Wanderweg? Una vez cruzada la frontera austríaco-liechtenstina (no me quiero ni imaginar cómo se pronuncia eso en alemán) tenía tres alternativas hasta la salida del avión, prevista para unas ocho horas más tarde desde el aeropuerto de Zúrich. Podía quedarme haciendo el ganso en los alrededores del principado, ir a ver Lucerna o viajar hasta Basilea, que el día previo había visitado de pasada. Ir a Basilea, por cierto, permitía una visita al trifinium Alemania-Francia-Suiza y de sendero bien permitía cruzar la frontera Austro-Suiza, que no la tenía en el álbum de cromos fronterizos. Al final elegí la tercera opción, algo de lo que me arrepentiría unas doce mil veces posteriormente. Frontera entre Austria y Liechtenstein. Debajo, el mismo espacio visto desde el otro lado de la carretera. La siglas FL que figuran en el monolito fronterizo significan Fürstentum Liechtenstein Aduana de Liechtenstein en la frontera austríaca. Debido a la unión aduanera que el principado mantiene con Suiza, es este último país el que se encarga de la atención de fronteras del microestado. De ahí el escudo helvético junto al de Liechtenstein. Eso y el letrero, que rezad ?aduana suiza en el Principado de Liechtenstein?. Vaduz está a unas dos horas de Basilea, que a su vez está a escaso más de una hora de Zúrich. Había calculado dos horas de ida, hora y media de vuelta y al menos dos horas y media de visita a la ciudad, dejándome un hermoso borde de seguridad de un par de horas antes de la salida del avión. La cosa se torció un escaso. Perdí cuarenta minutos en la circunvalación de Zúrich, pero decidí seguir adelante confiando en mi borde de seguridad. La triple frontera me llamaba. Una vez en Basilea me metí en el espantoso tráfico de tranvías de la ciudad, sólo hábil para lugareños o insensatos. Guiado por el GPS del coche crucé la indescriptiblemente horrenda frontera con Alemania y aparqué en un instituto comercial ubicado a pocos trescientos metros del trifinium. Mi instituto comercial favorito everCruzando la frontera Austrosuiza, entre los pueblos de Feldkirch (Austria) y Lienz (Suiza). Alrededor del río hay algúnas pistas para ciclistas y patinadores, que se montan unos picnics fronterizos que da gloria verlos. Debajo, el instituto comercial trinacional, en Weil am Rhein, Alemania. La aduana de Basilea en la frontera de Alemania. No hay palabras para describir la horrenda zona industrial que se extendía en la fracción suiza de la raya. Si hace unas semanas vimos la triple frontera más bella del mundo, esta, sin duda, merece el calificativo de la más espantosa. Junto al instituto comercial se alza el Dreiländerbrücke, o puente de los tres países, que como su propio nombre indica, une dos países. Concretamente discurre desde Weil am Rhein hacia la localidad francesa de Huningue. Tras cruzarlo y realizar las pertinentes retratos regresé a por el coche y enfilé hacia el aeopuerto de Zúrich, renunciando al paseo por el instituto de la ciudad que había planeado. Ahí empezaron los problemas. Tardé algo más de lo previsto en salir de Basilea. Guiado por el GPS esquivé la horda de tranvías, que a estas alturas se me asemejaban a tiburones sedientos de sangre. Para incorporarme a la carretera el navegador me exigió un demencial giro de ciento ochenta grados que podría haber realizado si estuviera pilotando un cazabombardero de fabricación israelí, pero que no me atreví a realizar con mi chico Nissan Note de alquiler. Tras aquello, y no se cómo, me metí en una enorme explanada llena de tranvías. Donde los vehículos tenían prohibido el paso. Era un intercambiador de superficie junto a la época de trenes hacia Alemania. Donde cientos y cientos de personas bajaban y subían de los vagones y cruzaban incesantemente ante el radiador de mi coche. Y todos ellos me miraban con rostro de pero qué Hoden estás haciendo aquí, herr patán. Señal indicadora en el aparcamiento del instituto comercial trinacional. A la izquierda, Francia y Alemania, a la derecha, Suiza. ¿Entendéis por qué es mi instituto comercial favorito? Debajo, una vista del trifinium desde el Dreiländerbrücke, o el puente de los tres países. El puente se puede cruzar a pie o en bicicleta, y es fracción de la vida usual de los locales.Es el puente peatonal más largo del mundo gracias a sus 248 metros de longitud. Tras un buen rato de angustia abriéndome paso entre la muchedumbre con el coche, y esperando que en cualquier momento apareciera la para arrestarme por circular en una zona peatonal, conseguí conseguir el otro extremo de la plaza y que el GPS, que se había declarado en huelga por no saber salir de allí, recuperara su función. Por fin me incorporé a la autopista, con mi célebre borde de seguridad de dos horas reducido a menos de la mitad. Todo fuese bien hasta que estaba a unos trece kilómetros del aeropuerto. Quedaba una hora para la salida del aeroplano y el tráfico se ralentizó. No problem, hay tiempo. Un kilómetro después el tráfico se volvió muy lento. Hice mis cálculos y a esa velocidad tardaría media hora en llegar. Había tiempo. Y escaso después el tráfico se paró. Del todo. Por completo. Sudores fríos. Durante los próximos quince minutos avanzamos diez metros. La extensión de dos coches. Hice mis cálculos de nuevo y me salía que llegaría al aeropuerto en noviembre. Resignado a perder el vuelo saqué un libro de la mochila y me puse a leer. Las dos orillas del Rin, en Basilea, una ciudad absoutamente bonita para verla y pasearla, y plenamente aterradora para conducirla. Cuando llevaba unas treinta páginas de repente el coche de delante se movió. Y siguió moviéndose. Y por cierta razón de repente la carretera se despejó como si hubieran abierto el grifo de coches. Según mi reloj hacía cinco minutos que se había abierto el embarque de mi vuelo. Arranqué el motor, pisé a fondo y procedí a violar de manera sistemática e inmisericorde todos los límites de velocidad del cantón de Zúrich; dejé el coche sin repostar (lo que me costaría una indecente porción de francos suizos cuando los de la Sixt me pasaron la dolorosa) y corrí como si me afuera la vida en ello hasta la puerta de embarque. Les pillé cerrándola. Quedaban cuatro minutos para la hora de salida; por primera vez en la Historia de Suiza un vuelo de la Swiss salía con cinco minutos de retraso. Y gracias a ello pude embarcar. Y disfrutar de otro bocadillo y otra cocacola gratis. Y del café. Y hasta de un bombón. Rubio y de ojos azules. Que miraba a los viajeros como si realmente se alegrara de verlos. Ah, Suiza, qué chico mayor país. Otros viajes pelín accidenteados: En busca del trifinium (Austria, Hungría y Eslovaquia y Cosas que realizar en Europa cuando estás muerto (de frío) Compartir es habitar Googl MásTumblr Correo electrónico

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