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miércoles, 22 de enero de 2014

Tronic, Una visita al cementerio

cementerio
Un domingo de primavera hay tres argentinos en París. Caminan unidos por las calles vacías como si tuvieran toda la mañana a disposición. Piensan en sus familias, en la gente que han dejado momentáneamente atrás, y en el inminente reencuentro con la rutina, ya que en pocas horas cada uno emprenderá la vuelta. La ciudad parece en estado de abandono, y debido a la inmovilidad parece también plegada a una impostura deliberada y teatral, de casualida debido a determinado pacto comunitario para presentar edificios y comercios en desuso. Todo a merced del más supremo de los mutismos, el mutismo esporádico, o sea el ruido que lo interrumpe y deja una profunda sensación de aislamiento. Un teólogo, un narrador y un ensayista componen el grupo. Después se agregará un músico. Caminan despacio y con desgano.


Los pasos lentos expresan un escaso de contrariedad, porque no esperaban que París en domingo se pareciera de tal modo a los domingos de cada una de sus ciudades. La fórmula ?domingo por la mañana? transmite fácilmente una idea del momento, ya que en cualquier espacio los domingos por la mañana pasa lo mismo. Quizás porque están en el extranjero, o porque se creen los únicos actores de una obra que no alcanzan a precisar, pero en cierto modo profunda, una de esas obras con honduras psicológicas, ahora se sumergen en un mutismo más palpable y en un vacío más elocuente. Se conocen desde hace años, pero van a separarse y quizá pase largo tiempo antes de que se vuelvan a encontrar. Se comportan como protagonistas? ¿Qué implica exactamente ser protagonista? Están unidos como en pandilla, a lo mejor sienten que forman un individuo colectivo. Caminan como si todo y nada les interesara.
 El narrador ha pasado a buscar al ensayista y al teólogo, y para eso debió desayunar temprano y sobre todo preparar su valija y abandonar enseguida la habitación del hotel, porque esa misma tarde viaja de regreso al país donde vive. El ensayista y el narrador han conversado mientras la breve pero concentrada convivencia diurna a la que se sometieron dentro de un Encuentro Literario de dos días. Un punto recurrente en sus diálogos fueron los desayunos. El narrador y el ensayista suelen sostener conversaciones sobre asuntos de diferente trascendencia, que desarrollan a lo largo del tiempo. En cada reencuentro retoman determinado asunto proveniente del último. El ensayista se aloja en un hotel caro; el narrador en uno barato; eso ha dado espacio a bromas y comparaciones acerca de los desayunos. Antes de este domingo, el narrador ha visto al teólogo en una sola oportunidad. Fuese en la ciudad de Rosario, probablemente 15 años atrás, cuando se celebraba el casamiento de un amigo de ambos (del ensayista y el teólogo). El narrador asistió a la matrimonio como amigo del ensayista. Pese a tener una imagen borrosa del teólogo, el narrador sabe que lo debiera reconocido aun de habérselo cruzado en cualquier ciudad y sin la empresa del ensayista. El ensayista y el teólogo se alojan en el mismo hotel. Son amigos desde la infancia y aprovecharon el Encuentro Literario que trajo al ensayista para verse, ya que el teólogo vive en una ciudad cercana y en los últimos años no ha tenido oportunidades de ir a la Argentina. También, el teólogo y el ensayista provienen del mismo barrio, y el narrador imagina que hasta vivieron en la misma cuadra. Debido a esa amistad rosarina el narrador recela de ellos; sobre todo de algo que se pueda formar, que en verdad ya está formado, según cree, y adquiere casi consistencia física al caminar en su compañía. Cree que hay una complicidad de la que está excluido. Su gran preocupación es que despues de este encuentro de domingo, al final de la jornada el ensayista y el teólogo se dediquen a repasar el día y vayan enumerando los puntos flojos o incomprensibles del narrador. El narrador tiene la sensación de estar siendo examinado por el teólogo y el ensayista, y eso provoca que caiga en largos mutismos y que piense dos veces antes de decir nada. De a ratos se le da por creer que a la noche abrirán al azar uno de sus libros, leerán cualquier frase en voz alta y se echarán a reír sin clemencia ni necesidad de aclarar nada. El ensayista es el único con máquina de retratos. Su hija le ha hecho un encargo. Le ha pedido que lleve a su chico muñeco de paño, de nombre Colita, para sacarle retratos en diferentes situaciones y espacios mientras el viaje. El ensayista detiene algúnas veces la caminata y sienta a Colita sobre el techo de un auto estacionado, por ejemplo, o junto a una vidriera. Después se aleja y coge una retrato a alguna distancia. Colita es de color bastante blanco. Más tarde pedirá al teólogo y al narrador que se ubiquen junto al muñeco, dice que eso hará feliz a la hija. El narrador no sabe cómo ponerse cuando posa junto a Colita, al opuesto del Teólogo, que sale bien cualquiera sea la escenario o circunstancia de la retrato. Caminan un buen rato por el recurso de la calle hasta el punto donde se encontrarán con el músico. Es un cantina o brasserie, y parece ser el único espacio abierto en algúnas manzanas a la redonda. Los tres se ponen a esperar en mutismo junto al cordón de la vereda. El músico ha vivido en París varios años, fuese él quien citó al narrador en ese lugar. El narrador, aprovechando que iba a descubrirse esa misma mañana con el ensayista y el teólogo, preguntó a los tres si tenían inconvenientes en conocerse. Y como ninguno puso objeciones, ya están unidos los cuatro cuando a los escasos minutos se acerca el músico, sonriente, a reunirse con ellos. El músico es el más joven de los cuatro. Y el narrador no sabe si achacar a ello la frialdad con que el ensayista y el teólogo lo saludan, o si se debe a su condición de rosarinos a la defensiva cuando ven que la cosa se ha emparejado, ya que el músico, como también el narrador, son de Buenos Aires. Rato después están sentados a la mesa y preparados para comer. Todos eligieron cerveza para coger. Ante una pregunta del músico sobre su esfuerzo o especialidad, el teólogo cuenta que en su edificio vive un vecino ya jubilado. Ha sido operario de máquinas neumáticas mientras toda su vida, ningún otro tipo de maquinarias. Como viven pared de por medio, a veces el teólogo distingue las cartas dirigidas al vecino, y en todos los sobres, cualquiera sea el tipo de correspondencia, anteponen el antiguo oficio a su nombre. Dicen ?Señor operario Fulano, etc.?. El teólogo se lamenta de que las cartas dirigidas a él mismo digan unicamente su nombre y no ?Señor teólogo Mengano?, por ejemplo. Aunque lo que dice parece una broma, nadie lo coge de modo divertido, sino como un comentario para reflexionar. El narrador está a punto de argumentar algo sobre los títulos honoríficos y los gremios de oficios, los imaginarios artesanales y las identidades laborales, etc., pero permanece callado porque prevée que inmediatamente se arrepentirá de decirlo. Por su parte, el ensayista parece estar habituado al humor del teólogo, un escaso elíptico primero y tortuoso después. El músico no tiene opinión; probablemente para él tamescaso se trate de humor. Pero en la brasserie todos se sienten cobijados por la compañía, por la conversación en la idioma general y con la misma entonación. Por eso empiezan a contar chistes. Los cuatro sienten los chistes como hebras de conexión con el pasado y la particular comunidad. Pero también con el presente, o en todo caso con el pasado todavía reverberando en el presente. Los irán agrupando. Jaimito, de gallegos, de judíos, de santiagueños; despues van a entretenerse con una breve enumeración de ?colmos?. Se detienen inclusive en la idea de ?colmo?, y tratan de ensayar los colmos de sus propios oficios: el colmo del ensayista, del músico, del narrador y del teólogo. Luego, como si se lo hubieran sugerido desde el principio, han dejado para el final el género más huidizo y transversal, el de los chistes malos. En cierto momento álgido de tan animada conversación, el ensayista saca a Colita de su portafolio y lo pone sobre la mesa, contra un par de vasos de cerveza. Colita es un osito bonachón y de rostro redonda. Un lazo negro y blanco tipo escocés le rodea el cuello. El ensayista verifica que el muñeco esté bien afirmado, le acomoda la cinta, y aguarda que aparezca el mozo para pedirle una retrato de los cuatro argentinos junto a Colita. Durante el mozo hace su aparición, el ensayista exhibe otras retratos de Colita guardadas en la máquina. Un veloz listado de situaciones dignas de referir son ?Colita en un puente sobre el Sena?, ?Colita en los Jardines de Luxemburgo?, ?Colita sobre la calva del teólogo?,  ?Colita subido al techo de un auto?, ?Colita en Notre Dame?, ?Colita en el Pasaje Vivienne?, etc. El ensayista relata que para su hija es más sobresaliente el raid de Colita que el de su padre. En ese momento el músico anuncia que ha recordado un chiste de judíos buenísimo, y que si no hay objeciones a regresar sobre un asunto cerrado, está dispuesto a contarlo. Los demás están de acuerdo. Sin embargo esto hará que el ensayista olvide de pedirle una retrato al mozo. Colita quedará sobre la mesa el resto del tiempo, y en cierto modo será testigo del chiste del músico. Minutos antes, el músico había mencionado una historia de Witold Gombrowicz; dijo que cuando trabajaba en el Banco Polaco, los días de verano se quitaba los pantalones y atendía en calzoncillos. En esa estación los bancos tenían mostradores altos e infranqueables, y tan solo las fracciónes sobresalientes de los cuerpos resultaban visibles. Esto lo aprovechaba Gombrowicz para estar más fresco y, en palabras del músico, reírse del público del banco. Durante el músico está a punto de comenzar su chiste de judíos, el teólogo pensad en la pequeña pero evidente injusticia de que su vecino, el viejo obrero, reciba por fracción del correo un trato adaptado a su condición, digamos un tipo de reconocimiento, y que él, teólogo consumado, permanezca para el mundo de la correspondencia como un ser anónimo. Pensad que el título en muchos casos otorga más identidad que el nombre. Que un nombre lo tiene cualquiera, pero que sólo el título señala al nombre. Sentado frente a él, el narrador advierte, por su parte, que también recuerda otro chiste judíos que ha olvidado contar en la ronda correspondiente. Es el mejor chiste que ha escuchado jamás, y por lo tanto se lamenta de haber desperdiciado la oportunidad de compartirlo. Mira fijamente a Colita cuando el músico ha comenzado a contar el chiste, y siente alivio al informar que, contra lo que había temido, no es el mismo cuento. A todo esto, el ensayista tiene agarrado a Colita de una mano, y no está dispuesto a soltarlo hasta que el músico termine el chiste, como si el cuento pudiera herir la sensibilidad del muñeco. Más tarde, el teólogo, el ensayista y el narrador se dirigirán al cementerio a conocer la lápida Juan José Saer, y Colita tendrá oportunidad de abandonar documentado su paso por determinadas tumbas. Cuando lleguen al Crematorium pasarán esfuerzo buscando la lápida. Muchos rincones están a oscuras, y unicamente con la luz providencial del celular del teólogo podrán comprobar la identidad del nicho. Antes habrán caminado por las calles silenciosas y arboladas del inmenso tema santo, embargados los tres por un sentimiento general que no obstante se resisten a compartir. Una impresión similar y obvia a la vez: la de estar caminando por una ciudad de muertos.

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